La señora de los cinco perros

26 de abril de 2009




La señora de los cinco perros vivía frente a la casa de mis padres, mi niñez.
Eunice dormía crece brilla con un Amstrong de la realeza británica, en Bernal. Suburbio provincial en Buenos Aires, calle arbolada, casa inglesa con listones verde oscuro, tejas color ladrillo y un laurel que hoy habitan otros.

Eunice y su caballero inglés fueron mi modelo de paraíso. Escoltaban a cinco perros en una sala tapizada con maderas de oriente; desde el ecuador de cada recinto hasta el cielo, los cuadros que habían elegido para sus galas.

Me llamaban para las tardes de ópera.
Era a mis diez años.
Eunice me miraba deliberadamente, ojos grises y ademanes de tormenta.

Perseguí ese aire en la torre cada mañana, distante de mis padres.



2 Ecos:
estafeta dijo...
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estafeta dijo...

Patricia: Bien decimos que son ecos, porque la voz está en los poemas. Y es que antes, en ninguna obra poética, había descubierto lo que he hallado en la tuya. A través de la expresión de sentimientos se encuentra el lector con una estructura intelectual a la que puede acceder con un poco de concentración. Y también, a series de imágenes visuales, no presentes en las palabras y que, sin embargo, quedan presentes después de la lectura.

Hace tiempo, cuando leí por primera vez un poema de Patricia Damiano, ya no recuerdo el nombre del poema ni las palabras, me quedó una imagen, la de un playa o quizá un paisaje árido mediterráneo. La arena estaba lisa, sin huellas de pisadas y al fondo a la derecha de la mirada una ruinas arqueológicas. Me impresionó entonces, cuando no era tan juicioso lector de poesía como lo soy ahora desde que seguí tus indicaciones para leer a Jacqueline Goldberg. Fue aquella lectura mi iniciación en escribir sobre poesía.

A los pocos días de llegar a FS leí La señora de los cinco perros. Voy a intentar el relato de la vivencia que tuve entonces. Durante meses he estado dando vueltas al extraño suceso de ese día. La lectura de La señora de los cinco perros efectuó sobre mí ese fenómeno denominado “déjà-vu”. Pero no era un déjà-vu como los pocos que había experimentado. Este déjà-vu estaba dentro del poema. Volví a leer el poema y recabé en la memoria la fuerte sensación, ya diluida. Ese ya-vivido no se refería a que yo estuviese frente al computador, en mi estudio con mi entorno. Fue una imagen sencilla y clara, una imagen dual, con interior y exterior simultáneos. El interior apareció como imagen visual, principalmente, el exterior como imagen cenestésica, subordinada a la anterior.

La imagen primera es un salón cuyo campo visual se prolonga hasta una ventana cubierta con cortinas pesadas y traslúcidas. A mi derecha en un plano ligeramente picado, un asiento donde esta sentada una niña absorta. Una luz dorada emana del lugar donde se encuentra la niña, de una lámpara de pergamino quizá. Se perciben los artesonados del techo, la sensación de muebles es indeterminada. Solo la silla, un delicada silla doradas, de esas hechas con finas maderas torneadas (ahora no recuerdo el nombre de ese estilo). Sólo el resplandor y la niña sentada en ella.

La otra imagen simultánea viene dada por la descripción de las casas que está en el poema. Esa imagen del exterior es un ambiente húmedo, como el que queda después de la lluvia, un entorno reverdecido y brillante, hiedra y postigos verdes en las fachadas indeterminadas... Lo curioso de este déjà-vu es que yo estaba allí como si ya hubiese estado allí antes.

Recordado, sin dar pie a imaginaciones posteriores –imposibles, porque la vivencia no las permitió nunca– me doy cuenta que la mirada provenía, más que de una personas que puede mover los ojos o la cabeza para completar el ángulo visual, la de unos ojos estáticos como si fueran los de un retrato colgado en la pared a la izquierda de la niña, una mirada de dos dimensiones, como suelen ser los ya-vividos, pero aquí cargada de una fuerte tensión cenestésica con el exterior húmedo y apacible, mientras en las sombras del salón se presiente un borbotar de sentimientos en el aire.

Finalmente he logrado poner en palabras aquella fuerte e inquietante sensación que me ha acompañado en silencio por meses, y que seguramente jamás olvidaré.

Un abrazo.

Gabriel Pulecio Mariño

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