La señora de los cinco perros vivía frente a la casa de mis padres, mi niñez.
Eunice dormía crece brilla con un Amstrong de la realeza británica, en Bernal. Suburbio provincial en Buenos Aires, calle arbolada, casa inglesa con listones verde oscuro, tejas color ladrillo y un laurel que hoy habitan otros.
Eunice y su caballero inglés fueron mi modelo de paraíso. Escoltaban a cinco perros en una sala tapizada con maderas de oriente; desde el ecuador de cada recinto hasta el cielo, los cuadros que habían elegido para sus galas.
Me llamaban para las tardes de ópera.
Era a mis diez años.
Eunice me miraba deliberadamente, ojos grises y ademanes de tormenta.
Perseguí ese aire en la torre cada mañana, distante de mis padres.
Eunice dormía crece brilla con un Amstrong de la realeza británica, en Bernal. Suburbio provincial en Buenos Aires, calle arbolada, casa inglesa con listones verde oscuro, tejas color ladrillo y un laurel que hoy habitan otros.
Eunice y su caballero inglés fueron mi modelo de paraíso. Escoltaban a cinco perros en una sala tapizada con maderas de oriente; desde el ecuador de cada recinto hasta el cielo, los cuadros que habían elegido para sus galas.
Me llamaban para las tardes de ópera.
Era a mis diez años.
Eunice me miraba deliberadamente, ojos grises y ademanes de tormenta.
Perseguí ese aire en la torre cada mañana, distante de mis padres.