Después de la cena la orden era dormir temprano. Tenebrosa siesta larga, el orden. Errábamos en la cocina iluminada los gatos y Mozart y Bergman y la mitología. Un mapamundi junto a la mesa a toda pared, el universo y la historia soleada del Mediterráneo, y en la radio Mimí y Madame B. y Turandot y Norma. Enemigas del olvido, la sugestión y la tristeza del puré con poca sal en inaceptable concierto. Y el encanto ambiguo de mi padre y su ópera, visceral, sin juicio, a la deriva.
De este paraíso no me extirpen, pensé sin éxito y fuera de clave; no arreen al dormitorio a la niña que incomoda y acata la escuela matutina y debe ser perfecta, a toda hora, a esta hora y todas las futuras -se había decretado-.
Ofrecía a Damiano de Piemonte lustrar sus zapatos para el otro día o para toda la semana, midiendo los actos y el camino. Él, satisfecho -nunca sabré si por mi cortesía filial o por el amor a Björling y a Tebaldi y a Callas y a Distéfano y a Gobbi- y cómplice, traía tantos como dictaba el avance de la transmisión, iguales, negros y marrones, jamás deformados por un pie de perfecto arco, acordonados y carísimos porque en el calzado no se ahorra, de su calidad depende la sonrisa.
Negociaba mis noches, indigente, un calco fatal de ésta.