El dolor del oro y de la podredumbre
la criatura nonata, informe.
Hubo en este trébol una hoja menos.
La década.
Dije a un confesor: soy una mierda, soy
piadosa
y demente
y soy lo que no soy.
No había confesor ni lo hubiera reconocido. No hubo
ni habrá confesor ni sacerdote ni psiquiatra.
¿Alquien laico me alimenta sin preguntas,
sin trigo ni la luna roja, la cuarta de septiembre
cuando las hojas de maple entibien tu jardín?
Hondo el bosque que nieva, la muerte
que no espera.
Los pasos se cruzan
y descubren un estornino y una monarcha que
emigran para no morir en danza
un aquelarre
el sexo
la
caricia íntima contra la ventana.
La criatura
que Rita —como Ceres— ríe toda con ojos de estupor
es lo que somos,
un expiación. El vientre.
Una mentira. Otra mentira, y otra, y una más.
El dolor del oro no fue. Supimos que nunca sería el oro. Supimos
que el oro nunca es.
El tajo en la ingle, negro, sin otro camino
que un cerebro
vacío
inatestiguable:
te atropella en la vida
tan nueva como un smartphone
azul, voraz, ausente
en Quebec.
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